Ayer, de casualidad, andaba por la zona del Museo Nacional de Bellas Artes. No sabía que pasaba cuando de lejos vi algunas personas amontonadas tras un vallado custodiado por muchos policías. Sólo me bastó con revisar Twitter para enterarme que Cristina Kirchner y algunos de sus funcionarios estaban en el MNBA inaugurando salas nuevas.
Las inauguraciones pomposas del ensanchamiento de una sala, el abuso de la cadena nacional, los aplausos insólitos y el discurso del desparpajo no son motivo de sorpresa en esta Argentina desolada por la prepotencia de los sinvergüenzas y la incompetencia de una ciudadanía perdida en el relativismo moral. Esto lo vemos a diario, indigna, pero no es motivo de asombro.
Sin embargo, esta vez pude, por segunda vez, verlo desde adentro. Todo lo que parecía parte de la cotidianidad, dejó de serlo. No escuché el discurso, estuve entre ellos, entre quienes no escuchan, entre quienes sostienen banderas y entonan eufóricos, una y otra vez, mensajes cobardes de venganza. Esta vez, escuché de qué hablan y pude ver los detalles de ese contexto dantesco y pantanoso.
La Cámpora, en una esquina, apartados de todos, amontonados entre ellos, escondidos tras banderas que acompañan con la entonación de cánticos de barrabravas. El mensaje que tararean es una clara amenaza a quienes se resisten a integrar las filas de los bufones de la reina. La Cámpora es un club de fans de Recalde, Kiciloff y de los puestos públicos que pudieran conseguir según su capacidad de servilismo.
Entran a los actos oficiales, pero a oficiar de plebe. Tienen visibilidad, pero no sus rostros, sino sus banderas, diseñadas para dar la justa impresión de masa, de entes sin espíritu. Se codean con los altos dirigentes del partido, sólo cuando ellos se acercan al vallado a estirarles la mano o asoman a los balcones a usarlos de relleno para engañar a la audiencia. No tienen ideas propias, son el desagüe del discurso oficial, del relato, de la bajada de línea. Son, por gusto propio, los marginales del kirchnerismo.
En otro orden, se encuentran aquellos fue fueron tocados por la varita mágica del empleo público jerárquico. Aquellos que tienen acceso a los mejores lugares en el aplaudómetro oficial. Los que se pavonean por los pasillos del Congreso y la Casa Rosada imaginando ser herederos de una fortuna, imaginándose dueños de todo, imaginándose portadores de apellidos (frase muy común entre este círculo) y actuando como ellos creen que actuaría un rico, haciendo carne sus acusaciones infundadas y sus frustraciones.
Son los hijos de, los hermanos de, los parientes de. Imberbes, soberbios y corruptos; ajustan un gesto de superación frente a la multitud, exaltan eufóricamente –para que se note- y en voz alta su dominio del escenario, su compinchaje y confianza con los jefes de la manada. Entre abrazos, risotadas y enfundados en sobrecargados atuendos que evidencian la línea que une la ética de la estética, reflejan hacia abajo el esplendor del dinero arrebatado y de líderes alimentados con la adulación. Desde abajo, responden positivamente. Seres humanos que eligen sus líderes para vengarse de esos enemigos imaginarios inventados por el credo populista; adulan, imitan y se arrodillan ante estos personajes mesiánicos e inmorales.
Todos estos personajes son la base, los pilares de los líderes del partido. Sin embargo, esos líderes, no surgen de los fanáticos, surgen del pensamiento medio de la sociedad. Kiciloff, es el más claro ejemplo de esto. Cualquiera que haya ido a la universidad, tanto pública como privada, ha sido testigo de aquellos considerados “los inteligentes”.
La inteligencia, con los parámetros de medida del pensamiento medio argentino, está mesurada de la misma manera que se miden las posturas morales y éticas, entre grises, sin definiciones claras, que parezca algo que no es, que no se note. Los inteligentes son aquellos que ponen todo el intelecto para justificar lo injustificable, son aquellos que exponen sus conocimientos sin olvidar jamás el condimento de la viveza criolla y la avivada. ¿Se imaginan como hubiera sido asistir a la cátedra de Kiciloff, pedir la palabra y exponer los principios éticos liberales como las bases fundamentales de la aniquilación de la pobreza? ¿Cuál hubiera sido la reacción? No la reacción de los marxistas, no de los fanáticos, sino de los moderados. La reacción siempre ha sido la admiración al charlatán que mejor modula y la condena social a quién deja en evidencia al charlatán.
Hoy, los charlatanes gobiernan. Llevan una vida que jamás imaginaron llevar. Se creen estrellas de la farándula. Bajan las escalinatas, caminan en alfombras, se acercan a su público, se sacan fotos con ellos, les pasan la mano, se suben a autos de lujos, degustan manjares, descansan en playas exóticas. Todo esto se debita coercitivamente de la cuenta de esa clase media que por años moderó el discurso de los valores, que enseñó a sus hijos la palabra “yanquilandia” y la frase “el Che murió por sus ideales”, creando la imagen del valor positivo en la figura del asesino, y la imagen de país con filosofía de plástico sobre el lugar que fue cuna de la libertad y del sistema político y filosófico más avanzado que la humanidad ha conocido. La misma clase media que se ha encargado de ridiculizar las voces de quienes enfrentaban a los charlatanes que hoy los esquilman.
La reina y sus truhanes están cómodos en el poder. Lo tienen todo. Ellos están en la cima. Tienen poder, mucho poder, pero quieren más. Nunca estuvieron mejor. No hay más pobres…entre ellos. Los otros pobres, no los ven, son de imposible visibilidad desde la altura de aviones y helicópteros. Están cómodos por lo que les sobra, por la tropa que los rodea, pero sobre todo, porque comprenden que los valores que han hecho grande a la Argentina, los valores que a ellos los llevarían a tribunales y no al sillón de Rivadavia, son ignorados, denostados y relativizados por una sociedad éticamente desorientada, con miedo a pensar, y lo peor de todo, con miedo a la libertad.